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EXUS UNIVALLE – El pánico no tiene dirección IP. Y por eso escribo a contracorriente.

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EXUS UNIVALLE – El pánico no tiene dirección IP. Y por eso escribo a contracorriente.

El pánico no tiene dirección IP. Y por eso escribo a contracorriente.

Ashley Candelo

NEXUS/ Plataforma / entramadonov 29
Facultad de Artes IntegradasUniversidad del ValleEl pánico no tiene dirección IP. Y por eso escribo a contracorriente.Ashley CandeloNEXUS/ Plataforma / entramadonov 29 LEER EN LA APP La primera línea siempre me estorba. Me aterra, me asombra y me hace dudar de pie. Al reaccionar y mirar atrás, ya es demasiado tarde. La libreta reposa en la silla y el plumón está en el suelo. Tengo la mano derecha en alto, y todos pueden ver el desconcierto, la postura incómoda y ese ligero titubeo que se revela en mi forma de mirar. Hay una eterna espera para ser vista, reconocida; un fantasma imperfecto que anhela el aplauso sin ningún rastro de complacencia ni vulnerabilidad. Al final del día, ¿de qué se trata? ¿Por qué hago el intento de hablar aunque no me salen las palabras?Ser un artista sin nombre en los tiempos que corren, es todo un desafío. (Y a la vez es un castigo).

Fotograma de Fallen Angels (1995)

Facultad de Artes IntegradasUniversidad del ValleEl pánico no tiene dirección IP. Y por eso escribo a contracorriente.Ashley CandeloNEXUS/ Plataforma / entramadonov 29 LEER EN LA APP La primera línea siempre me estorba. Me aterra, me asombra y me hace dudar de pie. Al reaccionar y mirar atrás, ya es demasiado tarde. La libreta reposa en la silla y el plumón está en el suelo. Tengo la mano derecha en alto, y todos pueden ver el desconcierto, la postura incómoda y ese ligero titubeo que se revela en mi forma de mirar. Hay una eterna espera para ser vista, reconocida; un fantasma imperfecto que anhela el aplauso sin ningún rastro de complacencia ni vulnerabilidad. Al final del día, ¿de qué se trata? ¿Por qué hago el intento de hablar aunque no me salen las palabras?Ser un artista sin nombre en los tiempos que corren, es todo un desafío. (Y a la vez es un castigo).Fotograma de Fallen Angels (1995)Cuando hablo de tener un nombre, no me refiero a la fama ni a la fortuna, sino a esas identidades alternativas que intentan convencernos de que no estamos “existiendo”. Pensar en los sueños que tenía en la adolescencia —esos que me inspiraron a dejar las ingenierías para dedicarme a las letras y a los audiovisuales— me obliga a replantear un montón de detalles.¿Quién se hubiera imaginado que ese anhelo de escribir para resistir se transformaría, años después, en los cimientos de un campo de batalla?La escritura como prisión es un tema que me ha acomplejado y apasionado. Este interés surgió en un momento muy confuso y oscuro de mi vida, cuando casi perdía la cabeza porque no me sentía a la altura de todos los ladrones y los veloces que habitaban el internet. Crecer entre la belleza de lo análogo y la explosión revolucionaria de la cultura digital ha supuesto un cruce ridículo de realidades distintas y algunas pinceladas de sensibilidad. En lo cotidiano, bien podría ser una estudiante universitaria con una vida bastante común, pero en internet nada de eso es suficiente. Uno debe reinventarse, correr detrás de la masa. Si no, ¿cómo se le rinde culto a la maraña de la ficción más corrosiva? Esa que se ensancha en la niebla de carbono y luz azul, la que nunca tiene suficiente, la que siempre nos hace rogar porque alguien nos dijo que se puede llegar a más.

Fotograma de Blade Runner (1982)

A mediados del año pasado, algo cambió dentro de mí. Necesitaba aire fresco, así que tomé un par de decisiones radicales. Me sentía al borde del hartazgo, estaba saturada. El scrolling constante en mi celular no me estaba dejando existir, no me sentía tan presente en el momento. Bastó con analizar mis hábitos, y ver cómo casi nada me sorprendía o me importaba. Podía estar teniendo la conversación más interesante del universo —cara a cara— y, aún así, no estaba del todo ahí. Mis ojos se desplazaban sin parar sobre la última discusión, polémica o video que estuviera en algún top. Ya no podía tolerar el hecho de que quizá mi juventud se estaba desperdiciando en una adicción sin control ni recompensa.

Así que un día llegué a la conclusión de que ya era el momento indicado para hacer un alto en el camino. Tomé la —dolorosa— determinación de hacer un detox de dopamina sin fecha de expiración. Poco a poco dejé de lado las redes sociales más importantes. Aunque siempre he sido (y siempre seré) una fangirl asidua de boybands, series, libros, dramas asiáticos y películas, primero dejé Twitter (y sí, le digo Twitter porque nadie le dice X). Ese era mi rincón virtual, mi diario de antaño. Podía mantener cierto anonimato y aun así exhibir todo lo que tenía para decir. De hecho, recuerdo pasar mis mejores años del bachillerato peleando y “dando la vida” por Harry Styles en esa aplicación. Pero con el paso del tiempo comprendí que ya no me perdía de nada y que eliminar todas mis cuentas de aquella plataforma también me había quitado un peso de encima.

Ese fue solo el comienzo. Luego abandoné Wattpad. Si no sabes qué diantres es Wattpad, entonces date por bien servido. No te pierdes de mucho, pero, por si acaso, me atrevo a decirte que Wattpad es una plataforma de autopublicación: cualquier persona puede redactar una historia y subirla allí, no hay filtros ni intermediarios. Si sabes cómo escribir porno y tienes un poquito de suerte, seguro tu libro acabará en alguna estantería de la Librería Nacional. Si no… Pues bueno, quédate con el consuelo de que existen peores formas de perder el tiempo.

Como era de esperarse, salí huyendo de allí. Y es que durante años me había enfocado tanto en querer conseguir ese empujoncito apresurado dentro del mundo editorial, que ya no sabía qué intentaba contar o qué deseaba escribir. Apostaba por una carrera o una identidad viral, en donde solo tenía que publicar lo que estaba en tendencia, mezclando un montón de clichés y de temáticas que no me importaban. Dejar ese mal hábito ha sido todo un desafío. Todavía tengo ideas que no me inspiran para nada, pero sé que ahí afuera se venderían muy bien. Y esto, en parte, es una lástima, porque casi parece un efecto colateral de escribir para las masas y no tanto para mi alma.

El proceso depurativo continuó; todavía tenía postulaciones pendientes. Mientras buscaba y detallaba qué otras propuestas me atosigaban, caí en cuenta de una verdad que siempre ignoraba:

nunca fui una chica de Instagram.

Lo intenté, pero en todos y en cada uno de esos intentos me sentí abrumada. Me parecía demasiado, y yo solo quería leer y escribir. Para mí toda esa corriente del estilo visual en el feed, las mutaciones del algoritmo y el regodeo por las interacciones… Eran más un drenaje emocional que un registro digital ameno y sincero. En su momento, quise ajustarme al “sistema social” de esta plataforma, con todo y los múltiples vacíos de sentido. Quería ser descubierta, quería tener esa validación de que yo también podía crecer y hacer algo bueno. Casi sentía que estaba persiguiendo el nuevo sueño americano.

Fotograma de Enter the Void (2009)

En el pasado, nuestros abuelos buscaban el progreso económico cuando huían a Norteamérica; hoy nosotros forjamos metas y nombres temporales en espacios virtuales. La mayoría de esas personalidades que damos a conocer allí no son reales. Cada foto, historia o composición artística que nos atrevemos a publicar en esa realidad alterna ha sido creado con un público imaginario en mente. Construimos una narrativa que tarde o temprano se marchita. Y, gracias a esa paranoia del juicio y del escrutinio, yo nunca me sentí conforme cuando se trataba de la fragilidad, del arte y de la creación.

Como era de esperarse, esos múltiples intentos fallidos me desanimaron bastante. Si ya no encajaba en ninguna red social (porque incluso con Tik Tok siempre mantuve distancia), eso quería decir que mi carrera estaba arruinada, y ni siquiera había tenido la oportunidad de empezar. No sabía cómo contar una historia que ni siquiera me pertenecía, pero aquello parecía un mal necesario si quería hacerme un hueco importante en el trabajo de mis sueños.

Pensar que ahí terminaba todo puede sonar algo fatalista, pero en realidad esa súbita conclusión es solo un síntoma del virus de la productividad: siempre quieres tener todo rápido, perfecto y superarte sin tener en cuenta el trasfondo y la evolución. Los procesos son lentos, humanos. Duelen de vez en cuando, y para un artista la concepción de su identidad y legado debería ser algo más personal y menos apático. Yo quería ser escritora porque mi versión más inocente —la chiquita del pasado— quería devolverle al mundo todos esos regalos que los libros me habían entregado. Pero la internet es cruel, se aprovecha de tu soledad. Y en algún punto ese anhelo tan genuino se corrompió. Terminó perdido entre mil nodos y archivos que ya no replicaban ni sustentaban lo mismo.

El auge de la sociedad en línea nos envuelve y nos trae como premisa a dos grandes mentiras. La primera establece que la gente de a pie, la que no está crónicamente en línea, se está perdiendo de una vida más glamurosa y emocionante. ¿Ir a la universidad? ¿Refinar tus conocimientos y vocabulario? Ni hablar. Todo eso es una pérdida de tiempo. La vida es más sencilla cuando eres un influencer. La gente te rinde pleitesía detrás de una pantalla, ganas mucho dinero sin apenas mover un dedo (o quizá estoy equivocada y de pronto te toca bailar un par de canciones en tendencia para mantener la relevancia, no lo sé).

En ese universo, todo vale.

El sesgo de estas personalidades de internet trae consigo una falsa convicción de éxito con el mínimo esfuerzo. Y mientras esto sucede, la segunda mentira cobra forma y vida cuando dejas que toda esta propaganda te afecte. Luego vienen los extremos de todos los creativos que tal vez llevan una vida más real y lenta, pero que no han alcanzado ese supuesto nivel de éxito. De ahí proviene la sensación arbitraria de que no eres apto y no eres nadie si no te haces de una comunidad en crecimiento —como mínimo—, y terminas adaptando tus costumbres y rutinas a ese supuesto molde de “la marca personal”. En ese momento, ser escritor, ilustrador, cineasta, pintor, músico, bailarín o lo que sea, adquiere una nueva connotación.

Como también debemos ser especialistas en marketing, en publicidad y en el arte de las finanzas, entonces creemos que todo el tiempo nos están observando y nos da miedo crear cosas que de verdad pueden llegar a importar. Escribimos y creamos a toda velocidad, nos alejamos del valor real de la soledad o quizá de la introspección. Nos comparamos con números, con productos; consumimos a todo dar —casi sin reflexionar—, y después tenemos mil historias repetitivas, libros sin leer, películas pendientes y una ansiedad en el pecho que al parecer no tiene un nombre, un cómo o un porqué.

Fotograma de Matrix (1999)

La palabra como tinta, como sangre, como lágrimas por la barbarie, siempre pesa y funciona en la intimidad del que se atreve. No importa si la dejas fluir hasta que las servilletas se acaben, que la pluma explote y que también retumbe algo en lo más profundo de tu ser. La prevención de ese pánico industrializado puede cobrar sentido en una libreta, en el reverso de un anuncio, en el borde de un libro viejo, en la esquina de un periódico nuevo. Si el poeta moderno no es capaz de prevalecer frente al delirio y la autocensura, ¿qué nos quedará para contar?

A veces siento que todo esto es una cuestión de agallas y no tanto de metaficciones; las promesas de los futuros innovadores no se diseñan para el artista, se proyectan para la máquina. Y quizá de ahí viene ese vacío conceptual que no parece dar tregua ni medida cuando se trata de “construir” marcas, necesidades o identidades. La prosa digital se nutre de la indiferencia, de esa incapacidad moderna que nos impide conectar con el absurdismo de la cotidianidad. Por eso creo que la escritura y la creación artística a puerta cerrada se están convirtiendo en un privilegio que no potencia la idea del velocista digital.

Nuestra alma —un ente casi místico que genera distinción entre los infelices y las ovejas eléctricas— no puede seguirle el ritmo a una realidad que poco le aporta y siempre le exige. De ahí que ahora tengamos una sociedad cansada y enferma, prisionera eterna del FOMO¹, de los medios y de las fotos con etiquetas.

Cuando pensamos en nosotros mismos como un producto, nos exponemos a una gran cantidad de ofertas y demandas. La autenticidad pierde valor y el orgullo es un combustible que poco a poco nos drena hasta que cambiamos de parecer. Solo entonces aparece la resignación, la oda a lo artificial y esa chispa incesante de duda o necesidad. Cuando la habitación propia se transforma en una prisión de códigos y aplicaciones, nuestra vida creativa inicia un proceso de mutación. En el mejor de los casos el camino es adverso; sin dudarlo, el ego se dirige a una catarsis permeada por la corriente o la ausencia del tintero.

Por eso la primera línea siempre será un estorbo. Con solo pensar que alguien podría leer lo que propongo, lo que percibo y lo que cuestiono, se me empieza a formar un nudo en el estómago. Esto, más que nada, es una respuesta natural frente al mercado y el impacto. El fenómeno de la narrativa contemporánea, de los mitos que se ahogan entre circuitos y méritos, casi nunca aterriza en un metraje cándido y fidedigno (que esté más o menos acorde con esas realidades que ya no cuestionamos, aunque siempre las enfrentamos).

Una parte muy importante en este proceso de soltar, crecer y crear es aferrarse a la figura del cuaderno como arma de protesta, porque allí también se resguarda esa capacidad que tenemos de enfrentar a la miseria para luego proponer algo intencional con ella. A la maga no se le huye ni se le romantiza, sólo se aplaca y se le reconocen las jugarretas. A esa musa que nos engaña con universos alternativos y diversos artificios debemos conocerla, dominarla y apartarla de vez en cuando. Apenas lo suficiente.

El arte en privado debería ser el VPN-Premium de nuestros mundos imaginarios. Lo ideal sería darles espacio, mimo y un poquito de tiempo para sí mismos. Cuando todo esté listo, cada cimiento tomará forma y fuerza en su propio contexto. Tenemos derecho a sentir que nuestros garabatos son algo propio, que podemos cuidarlos y desarrollarlos como una extensión digna del honor, de la humanidad y de la fragilidad. Todo esto lo digo desde el virus y la cura del pesimismo y el optimismo, desde esa racha más espontánea de esperanza y versatilidad, porque esta vez he dejado a la gran piedra de tropiezo muy lejos del perfil, de la masa y el botón de “seguir”. Me estoy proponiendo nuevos enfoques. Me estoy aferrando a lo que anhelo desconocer.

Así, con un poco de suerte, tal vez no me congele cuando levante la mano de nuevo. Puede que no le tema a lo incómodo, o que no alucine con la versión más bizarra y antropomórfica de algún miedo huérfano o abrumador. Como este relato sigue incompleto —porque todavía lo desarrollo en mis libretas y ahora decido expulsarlo del embrión de las ideas—, entonces el pánico de siempre ha perdido cierto dominio. Ha pasado del papel a la pantalla, no hubo intercesor. Ya no tiene una dirección IP. La inquietud de lo cotidiano no ha dejado de perseguirme, y aún prevalece esa llamarada que renace del anhelo y del querer. Tocará escribir mil relatos hasta el cansancio, lejos de los ladrones y los velocistas, al menos hasta encontrar un buen remedio para tanta procrastinación, excusa y ausencia de cordura.

Fotograma de A ghost story (2017)

1

FOMO (Fear Of Missing Out) es un acrónimo en inglés que se traduce como el “miedo a perderse algo”, es un fenómeno psicológico que consiste en el sentimiento de ansiedad por no estar presente en diferentes situaciones sociales. (tomado de https://www.nationalgeographicla.com/ciencia/2023/02/que-es-el-sindrome-fomo)


Sobre la autora

Ashley Candelo estudió Comunicación Social porque buscaba una fusión romántica entre el cine y la literatura. Aunque su amor por el Hollywood de antaño se ha desvanecido con el paso de los años, en su lugar, ha integrado diversas influencias literarias, interactivas y audiovisuales del mundo oriental. Ahora solo escribe relatos sobre poetas, videojuegos o sobre las musas sin nombre que siempre escapan del fuego.

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